Cicatrices

Oyendo el guion de una película para niños que mi hermano menor veía mientras me preparaba para ir a la universidad, comencé a prestarle atención a unos dinosaurios que se presumían sus heridas como algo de que estar orgullosos y contaban como las ganaron.
Nadie, si quiera yo, le gustaría andar por ahí diciendo: "¿Esto? Esto fue aquella vez que me rompieron el corazón, fue el verano pasado, aún llovía cuando..." Para nada, pero estos animalitos extintos parlantes me revelaron el lado bueno de los golpes fuertes de la vida: la moraleja.

¿Recuerdan las caricaturas matutinas que siempre enseñaban algo al final? ¿O esos cuentos de la abuela? Esa enseñanza, ese sabio consejo venía al final cuando quien protagonizaba la Odisea agradecía al cielo haber sobrevivido. Lo bueno de las cicatrices son las historias de tras de ellas, ese cuento o testimonio que llevamos escrito en la piel y en el alma.  Como cuando te raspabas las rodillas de niño, nos golpeábamos jugando, suelo recordarme de eso cuando mi hermano me cuenta cómo se gana una nueva cicatriz.


Eso nos ayuda a quitar la fuerza a los problemas que se avecinan, a nunca confiarnos de nuestra prudencia y a poner nuestra fe en cosas firmes. Y sí que duele sembrar en un valle que no es fértil, pero eso te ayudará a conocer que tipo de tierra es la que sirve. Amigo/a, sacúdete el polvo y sigue adelante, para contar esa historia que cargas en tus cicatrices con la frente en alto.

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